Cuando el imperio de la eterna noche
tome su vuelo para siempre mi alma;
cuando mi cuerpo exánime repose
bajo una lápida,
si por ventura os acercais un día
donde mi triste sepultura se halla,
humedeced tan sólo mis cenizas
con una lágrima.
Yo no deseo mármol...,monumento
que a la ambición la vanidad levanta:
manto suntuoso con que el necio orgullo
cubre su nada;
no darán sus emblemas a mi nombre
el falso orgullo ni la gloria vana;
lo que yo quiero, lo que solo pido
es una lágrima.
Lord Byron
tome su vuelo para siempre mi alma;
cuando mi cuerpo exánime repose
bajo una lápida,
si por ventura os acercais un día
donde mi triste sepultura se halla,
humedeced tan sólo mis cenizas
con una lágrima.
Yo no deseo mármol...,monumento
que a la ambición la vanidad levanta:
manto suntuoso con que el necio orgullo
cubre su nada;
no darán sus emblemas a mi nombre
el falso orgullo ni la gloria vana;
lo que yo quiero, lo que solo pido
es una lágrima.
Lord Byron
Cuando
naces, lo primero que haces es llorar. Inhalamos oxígeno, se
llenan de aire nuestros pulmones, sentimos el frío tras la confortabilidad del
útero materno y si fuéramos conscientes de todo lo que nos está pasando,
sentiríamos un enorme desamparo por separarnos de nuestra madre.
Lloramos cuando nace un niño, es la bienvenida
a una nueva vida. Llora el niño al nacer y lloramos al final de nuestro
recorrido, por lo que fuimos, por lo somos y por lo que ya no seremos,
despidiéndonos de nuestros seres queridos, el adiós definitivo y la pérdida de
nuestra existencia. Sin embargo, en el transcurrir de nuestra vida, evitamos
hacerlo o lo hacemos en la intimidad, en soledad, cuando las emociones se
desbordan por nuestros ojos y tras momentos de irascibilidad, una gran congoja
nos encoge el corazón y asoma en forma de lágrimas.
Es
curioso. Quedamos con nuestros amigos para compartir risas, y a veces,
penas, pero parece que algo tan natural como llorar es antisocial. Queremos
reír en compañía, pero nos escondemos para llorar, porque no está bien visto
hacerlo en público. Es más, huímos de la gente, nos apartamos, porque las penas
queremos soportarlas solos.
He
pasado años sin derramar una lágrima, tal vez porque parte de mi escuela fue
jugar en la calle, y ahí si te caías, te levantabas, a lo sumo te ponías Mercromina y bajabas de nuevo a la calle, con el gesto digno y sin mostrar
dolor, para seguir jugando, mientras la herida hacía costra y curaba sola. Allí
aprendías que las lágrimas no valen de nada, que nadie vendría a consolarte, que
los fuertes no deben llorar, que la vida es saltarse estas licencias que te dan
las emociones, ocultar el dolor tras una apariencia de impasibilidad y
fortaleza. De adulta compruebo que pasa exactamente lo mismo. Cuando alguien
parece que va a llorar, intentamos consolarle antes de que broten sus primeras
lágrimas, le cogemos de la mano, le decimos palabras de consuelo para cortar el
brote que está a punto de salir de sus ojos,
le abrazamos para evitar que haga lo que debiera ser tan natural como la
risa. Pero es que las lágrimas, al igual que la risa, se contagian y a nadie le
apetece que le recuerden sus penas, que la vida no es lo que una vez soñó
cuando era niño, que a veces se te hace muy cuesta arriba, o que las angustias
vitales las acallamos con drogas para levantarnos, para dormir, para no pensar
o para no sentir. Las lágrimas que no derramamos se quedan ahí, bajo la Mercromina, haciendo costra, pero con cicatrices. Pero esos recuerdos permanecen
latentes esperando a que algo o alguien habrá la espita, les dejen salir y
liberarse.
En
estos últimos tiempos, pese a los momentos vividos, he llorado poco, aunque
mucho más que en años. Y sin embargo, lo que no lloro conscientemente, lo hago
cuando asoma mi subconsciente al dormir. Entonces me despierto con la cara
mojada y las lágrimas brotan sin pudor ni control, sin nada que las limite, ni
las controle, sin el temor a mostrarse vulnerables y humanas, sin abrazos ni
frases de consuelo que las amilane y evite, sin que mi consciente me diga que
no se debe llorar porque así me lo enseñó la vida desde mi infancia. La vida,
tantas veces desencanto, y no obstante, no nos da tregua para llorar, ni nos
permite esa válvula de escape para sobrellevarla. No tenemos tiempo para pararnos
unos minutos. Llenamos las horas de actividades frenéticas para acallar aquello
que nos hace humanos, empáticos, vulnerables, sensibles, y sinceros.
Y
sin embargo, deberíamos darnos licencia para llorar, la misma que nos damos
para reír. Pararnos de vez en cuando, sentarnos a pensar, y por qué no, a
llorar, solo o en compañía. No hay nada más sincero y que una más a las
personas, que el compartir ese gesto, que sale de dentro, sin
artificios ni poses, que alguien, con su mirada, también llore contigo.
Dedicado con mucho cariño a mi amigo Miguel Núñez que es mi fan número uno.