sábado, 5 de abril de 2014

LICENCIA PARA LLORAR



Cuando el imperio de la eterna noche
tome su vuelo para siempre mi alma;
cuando mi cuerpo exánime repose
bajo una lápida,
si por ventura os acercais un día
donde mi triste sepultura se halla,
humedeced tan sólo mis cenizas
con una lágrima.

Yo no deseo mármol...,monumento
que a la ambición la vanidad levanta:
manto suntuoso con que el necio orgullo
cubre su nada;
no darán sus emblemas a mi nombre
el falso orgullo ni la gloria vana;
lo que yo quiero, lo que solo pido
es una lágrima.

Lord Byron

Cuando naces, lo primero que haces es llorar. Inhalamos oxígeno, se llenan de aire nuestros pulmones, sentimos el frío tras la confortabilidad del útero materno y si fuéramos conscientes de todo lo que nos está pasando, sentiríamos un enorme desamparo por separarnos de nuestra madre.

 Lloramos cuando nace un niño, es la bienvenida a una nueva vida. Llora el niño al nacer y lloramos al final de nuestro recorrido, por lo que fuimos, por lo somos y por lo que ya no seremos, despidiéndonos de nuestros seres queridos, el adiós definitivo y la pérdida de nuestra existencia. Sin embargo, en el transcurrir de nuestra vida, evitamos hacerlo o lo hacemos en la intimidad, en soledad, cuando las emociones se desbordan por nuestros ojos y tras momentos de irascibilidad, una gran congoja nos encoge el corazón y asoma en forma de lágrimas.


Es curioso. Quedamos con nuestros amigos para compartir risas, y a veces, penas, pero parece que algo tan natural como llorar es antisocial. Queremos reír en compañía, pero nos escondemos para llorar, porque no está bien visto hacerlo en público. Es más, huímos de la gente, nos apartamos, porque las penas queremos soportarlas solos.

  
He pasado años sin derramar una lágrima, tal vez porque parte de mi escuela fue jugar en la calle, y ahí si te caías, te levantabas, a lo sumo te ponías Mercromina y bajabas de nuevo a la calle, con el gesto digno y sin mostrar dolor, para seguir jugando, mientras la herida hacía costra y curaba sola. Allí aprendías que las lágrimas no valen de nada, que nadie vendría a consolarte, que los fuertes no deben llorar, que la vida es saltarse estas licencias que te dan las emociones, ocultar el dolor tras una apariencia de impasibilidad y fortaleza. De adulta compruebo que pasa exactamente lo mismo. Cuando alguien parece que va a llorar, intentamos consolarle antes de que broten sus primeras lágrimas, le cogemos de la mano, le decimos palabras de consuelo para cortar el brote que está a punto de salir de sus ojos,  le abrazamos para evitar que haga lo que debiera ser tan natural como la risa. Pero es que las lágrimas, al igual que la risa, se contagian y a nadie le apetece que le recuerden sus penas, que la vida no es lo que una vez soñó cuando era niño, que a veces se te hace muy cuesta arriba, o que las angustias vitales las acallamos con drogas para levantarnos, para dormir, para no pensar o para no sentir. Las lágrimas que no derramamos se quedan ahí, bajo la Mercromina, haciendo costra, pero con cicatrices. Pero esos recuerdos permanecen latentes esperando a que algo o alguien habrá la espita, les dejen salir y liberarse.

En estos últimos tiempos, pese a los momentos vividos, he llorado poco, aunque mucho más que en años. Y sin embargo, lo que no lloro conscientemente, lo hago cuando asoma mi subconsciente al dormir. Entonces me despierto con la cara mojada y las lágrimas brotan sin pudor ni control, sin nada que las limite, ni las controle, sin el temor a mostrarse vulnerables y humanas, sin abrazos ni frases de consuelo que las amilane y evite, sin que mi consciente me diga que no se debe llorar porque así me lo enseñó la vida desde mi infancia. La vida, tantas veces desencanto, y no obstante, no nos da tregua para llorar, ni nos permite esa válvula de escape para sobrellevarla. No tenemos tiempo para pararnos unos minutos. Llenamos las horas de actividades frenéticas para acallar aquello que nos hace humanos, empáticos, vulnerables, sensibles, y sinceros.

Y sin embargo, deberíamos darnos licencia para llorar, la misma que nos damos para reír. Pararnos de vez en cuando, sentarnos a pensar, y por qué no, a llorar, solo o en compañía. No hay nada más sincero y que una más a las personas, que el compartir ese gesto, que sale de dentro, sin artificios ni poses, que alguien, con su mirada, también llore contigo.

 Dedicado con mucho cariño a mi amigo Miguel Núñez que es mi fan número uno.