domingo, 12 de octubre de 2014

EL SOL EN LA CARA



Melancolía
Me siento, a veces, triste
como una tarde del otoño viejo;
de saudades sin nombre,
de penas melancólicas tan lleno...
Mi pensamiento, entonces,
vaga junto a las tumbas de los muertos
y en torno a los cipreses y a los sauces
que, abatidos, se inclinan... Y me acuerdo
de historias tristes, sin poesía... Historias
que tienen casi blancos mis cabellos.
- Manuel Machado, "Melancolía"

Hueles a hoja caída y lluvia ligera, a amaneceres pesados y color sepia, a tardes melancólicas y vientos con arena que arremolinan en el suelo los sueños del verano, hueles a amores que vinieron con pasión para irse con sosiego, o tal vez, se queden a hibernar para aclimatar el corazón.

Hueles a cumpleaños, como cada año en Octubre, a días cortos y noches largas que nos atemorizan cuando acecha el insomnio. Porque el otoño es la melancolía por un verano que nos dejó demasiado rápido sin secar la humedad del alma y el dolor por la ausencia que hizo pedazos la esperanza pensando que era posible y al final, no pudo ser. La melancolía por la mano que se aferra a la tuya y te niegas a soltar porque si lo haces, se irá para siempre, desesperanza por un futuro que se desvanece en la oscuridad y la lluvia impertinente que no te deja ver a través del cristal.

 Tantos años fuiste la hoja en blanco de un cuaderno, el olor a nuevo de los libros de texto, la oportunidad de empezar otra vez, de crecer a la vez que mermaban las horas de luz, de soñar que todo era posible, solo había que quererlo con todas tus fuerzas.

Fueron muchos otoños, muchos años, y sin embargo, éste último me enseñaste que no hay mayor prueba de amor que la de querer asumir el sufrimiento ajeno para evitárselo a quién quieres. Comprendí que cada uno ha de ser dueño de su tiempo  y decidir qué hacer con él. Aprendí que llorar no es signo de debilidad, lo es no levantarse cuando te caes, cuando crees que no tienes fuerzas y las sacas de ese lugar intangible que es el alma.  Me enseñaste lo que es el miedo compartido por lo que pasará sin remedio y que la empatía nunca comprenderá el dolor ajeno por mucho que nos empeñemos.

Y este mes recuerdo todo lo que me enseñaste, cómo olvidarlo, aquella mañana de domingo en la que mi padre salió de casa por última vez.  Nos sentamos en el parque más próximo a su casa, el sol calentaba y hacía una mañana agradable. En silencio, mi madre, mi padre y yo. Entre las nubes, asomaba el último rayo antes del frío invierno, una luz dorada que resaltaba el marrón de las hojas caídas. Mi padre cerró los ojos para sentir el sol en la cara. Se escuchaban pájaros y un suave rumor de voces lejanas. Y allí estuvimos un rato, disfrutando de la luz antes del ocaso.

No he vuelto a sentarme en el parque. Los recuerdos aún duelen. Me persiguen porque me resisto a olvidar, el dolor me demuestra que existió, que todo fue real y no un sueño. El no dejarle ir me hace daño pero hacerlo es asumir una pérdida que aún duele demasiado.

Ayer aprendí que estamos tan pendientes del destino, que nos olvidamos del trayecto. Y mi padre sabía su pronto destino, pero mientras tanto, disfrutaba del trayecto de la vida que le quedaba, del sol de la mañana, de los cánticos de los pájaros en el parque, de la presencia de sus seres queridos a su lado, sin hablar, porque no hacía falta.

Sé que es tiempo de pasar página, porque la vida no espera a nadie. Sin embargo, este otoño huele a ausencia, a hoja en blanco otra vez, la de una vida que se acabó pero hay otras por escribir, la de quienes nos quedamos desolados y rotos. Asi que cada mañana, cuando salgo de mi casa y veo el sol asomando por el mar, el cielo azul  y la brisa que anticipa el frío otoñal, recuerdo aquella imagen de mi padre en el parque. Cuando el dolor se hace insoportable, cierro los ojos y quiero sentir el sol en la cara, que caliente mi piel, que seque las lágrimas, que relaje esta desazón. “Dejad que me dé el sol en la cara”, pienso, porque es lo que de verdad importa, seguir sintiendo mientras estemos vivos.