lunes, 8 de diciembre de 2014

EL DUELO


LA PREGUNTA
Cuando llora el corazón
Sobran las palabras
Y los ojos ni osan mirar.
La firmeza huye de las manos
Y parecen los pasos temblar.
Cuando llora el corazón
El sentido se ha escapado
Y ausente está la voluntad.
La confusión la mente ha encerrado
Y la única compañía es la soledad.
Una sola pregunta viene a retumbar
¿ cómo, cuándo y por dónde empezar?
Enrique Momigliano

Nos da miedo la muerte.  La vemos como un trance inevitable pero intentamos obviarla en toda conversación ( si no se habla de ella, no existe) salvo cuando empezamos a cumplir años, pasar lista y te falta mucha gente. Siempre escuché a personas de avanzada edad aquello de que más que miedo a la muerte, tenían miedo a la enfermedad y yo me asombraba pensando qué puede ser más horrible que nuestra extinción, dejar de ser quienes somos, desaparecer, no volver a ver a nuestros seres queridos y la Nada, para los no creyentes. Pero por desgracia, uno no comprende casi nada salvo cuando lo experimenta en carne propia, así que he tenido que enfrentarme a la enfermedad de un ser querido y su pérdida, para entender eso de peor la enfermedad que la muerte.  La muerte es el descanso, el dejar de sufrir, de perder la dignidad por una enfermedad que merma tu autonomía, la capacidad de ser auto suficiente, de razonar y finalmente, perder lo que nos hace humanos. Total, para dejar de existir.

Lo peor de la muerte es que, los que nos quedamos,  no sabemos muy bien cómo afrontarla.  Por un lado, es un tema tabú. El duelo es esa cosa que hay que pasarla cuanto antes, como si fuera un resfriado sin más paliativos que inocularte un supuesto ánimo y alegría por estar vivo, pero sin Frenadol.  Hace unos días falleció mi tía mayor . Y fue curiosa la frase que pronunció un familiar en la puerta del cementerio, cuando llegaba el coche fúnebre y mi madre rompió a llorar “ no llores ahora, ya llorarás en casa” como si el llanto por la pérdida de un ser querido pudiera contenerse o llorásemos en diferido y cuando se nos antoje, además de ser el acto más indicado para un entierro y no estar en absoluto, fuera de lugar. Es una muestra de respeto,  afecto, despedida…el último acto por alguien que ya no existe.

 La muerte de un ser querido te cambia, al igual que te cambia la enfermedad. Nos recuerda que somos vulnerables, que dependemos de los demás, es una cura de humildad para bajarnos los humos cuando nos sentimos invencibles, que todo lo podemos y no necesitamos de nada ni nadie.

En mi vida hubo dos acontecimientos que me cambiaron absolutamente. Cuando le detectaron el cáncer a mi padre  y nos confirmaron el diagnóstico aquel 5 de Agosto del 2009 y cuando se murió, el 1 de Noviembre del 2013. Con la detección de la enfermedad estuve en estado de shock  hasta que empecé a asimilar la posibilidad de perderle. Y como le ocultamos ( mal hecho) la gravedad de lo que tenía en sus inicios, cargué con la losa de la mentira que me pesó hasta el punto en el que lloraba, fuera de casa, no podía hacerlo en ella, con quién cuadrase, con clientes, en el trabajo. No tuve esa habilidad que decía el otro día mi pariente en el cementerio de controlar el llanto y llorar cuando me diera la gana. Los cambios que uno sufre a veces, no se notan, y otras, salen por los ojos sin remedio. Me decía por entonces mi psicóloga ( qué remedio, tuve que pedir ayuda) que nunca acababa de caer, que siempre parecía que estaba a punto y me aferraba a no hacerlo y mientras no me cayera, sería imposible que me levantase. La enfermedad me aterraba, y la muerte me enmudecía, era un miedo que se agarraba a la garganta y me impedía gritar. Ese miedo que te enferma,  te paraliza, te cambia. Nunca vuelves a ser tú.  Supongo que las prioridades cambian, la percepción del mundo también, y te vuelves adulta porque eres tú la que tomas las decisiones, no tus padres.

Pero cada prueba, cada quimio, cada revisión…eran un magnífico momento para explicar tu dolor y tu miedo, pero no eres capaz.  Entonces, ese extraño tiempo de espera, de resultado sabido, parece algo irreal. Estás tan afanado en cuidar, en ayudar, en estar pendiente de otros…que, de repente, se apodera de ti un extraño vacío. Al principio es un vacío, después una irrealidad, para finalmente un dolor insoportable que hace que no puedas ni hablar. No hay palabras para describirlo, quizá las sensaciones del cuerpo, el agotamiento del alma y el fin de la fe, de que a lo mejor, era posible otro final. 

Cuando mi padre enfermó hacia el final inevitable, el tiempo deja de medirse en minutos, para hacerlo en momentos. Los de lucidez y los de mitigar el dolor. Todo carece de importancia, hasta tú mismo, lo importante es que ese trance, sea lo más apacible posible. La impotencia se mide en tus manos que no pueden hacer más, en tu mente que no para de pensar. Sin embargo, pareces programada para administrar las dosis requeridas y ni se te ocurre plantearte la posibilidad de claudicar al cansancio o el dolor.  Tampoco se te ocurre que quizá, debieras despedirte.

Y lloras, sí, el día del entierro, y luego estás unos días en una especie de trance extraño, reubicando las cosas y deshaciéndote de sus posesiones, porque cuando racionalices la pérdida, seguramente, no serás capaz. Y te aferras al olor de su habitación, donde abrió los ojos por última vez.  Pasan los días, y entonces, cuando de verdad te apetece llorar, los bien intencionados te dicen que la vida sigue, que a él no le gustaría que llorases ni estuvieses mal.  Pues sí, necesitas estar mal, y pasar ese duelo-catarro como te plazca, y llorar 5 meses después, porque el dolor cuando vuelve, duele como el primer día,  te revuelve por dentro y te sientes sola sin esa persona que antes formaba parte de tu vida y ya no está. Porque cambiamos, vaya si lo hacemos, cambiamos porque nada volverá a ser lo mismo, porque falta esa pieza de puzle que hace que, por mucho que reubiquemos las demás piezas, habrá un vacío que no se podrá llenar. Como bien dice Rosa Montero en su libro “ La rídicula idea de no volver a verte”, nunca te recuperas, te reinventas. Ésa es la palabra, te reinventas porque lo que fuiste, ya no lo eres ni volverás a serlo jamás.

En esta tarea de duelo y reinvención, de intentar inocularme un positivismo fingido y suponer que la vida es lo que vemos, sin darle demasiadas vueltas, procuro cambiar alguna costumbre sobre que lo hacía y ya no puedo hacer. Porque antes de cambiar de móvil, aún tenía llamadas de mi padre que me preguntaba a qué hora iba a llegar para freír las patatas y ahora tengo que calentarme yo la comida. Y ya no tenemos leche condensada en la alacena porque a él le chiflaba hasta que empezó a aborrecer el dulce y no lo soportaba ( la enfermedad cambia hasta tus gustos) ni tampoco habrá pan de Cádiz en Navidad, que era el único que se lo comía junto con los mazapanes. No hemos vuelto a ver fútbol en casa, ni hay quinielas en el cajón, ni me pedirá que le revise el móvil porque ha tocado no sé qué tecla y lo ha desconfigurado. La vida está llena de estas pequeñas cosas a las que apenas le damos importancia porque forma parte de lo cotidiano pero es lo que determina nuestra existencia respecto de los demás, sus manías y costumbres, su presencia y su ausencia.  Nos acoplamos para convivir y al final, hasta las manías de otros, las hacemos nuestras. ¿ Cómo vivir ahora sin ellas?

Pero para superar ese duelo, hay algo que tenemos que afrontar.  La gran pena por no haberse dicho todo lo que teníamos que habernos dicho, haber discutido aquel día por una estupidez, o disgustarse por un mal gesto o mala palabra porque no teníamos buen día. Eso te genera la sensación de que no ha concluido, que había temas pendientes por zanjar, que había abrazos que no nos habíamos dado… que jamás pensamos que algún día, de verdad, será el último. Y entonces el duelo se hace largo, y te asola cierto sentimiento de culpabilidad, por no haber sido la mejor esposa, mejor hija o mejor persona. Esto, salvo quién haya sentido una verdadera pérdida, no puede entenderlo.

 Yo creo que el duelo es esa etapa en la que uno asume la pérdida pero se resiste a olvidar aunque te duela. Porque si olvidas, es como traicionar la memoria de un ser querido, hacer de tu vida algo nuevo como si nunca hubiera existido. Y también creo que cada persona tiene su tiempo de reestructuración, que no lo marcan los días, ni los años. Uno debe buscar un nuevo encaje en esto del sobrevivir, porque sí, somos supervivientes del tiempo que otros no tuvieron.  El duelo pasa cuando uno acaba esa conversación pendiente, aunque no esté físicamente con nosotros, cuando en voz alta le dices lo que sientes o si tienes algún reproche que te está mortificando, cuando nos sentimos en paz por la marcha y el convencimiento de que nuestra vida sería muy distinta si él/ella no hubiera existido, pero que esto ha llegado hasta aquí.  De vez en cuando, el dolor vendrá a agitarte un poco, llorarás en la ducha y en soledad, por eso de no estar bien visto compartir desdichas y penas. Si con la enfermedad siempre estuviste con una alarma, con la muerte, el vacío se hará omnipresente, será esa especie de compañía a veces no tan ingrata, que no te abandonará jamás. Y cuando esto pasa, entiendes que la muerte es algo natural y consustancial a la vida, imposible la una sin la otra.


 Paradójicamente, hacemos grandes esfuerzos por vivir con una felicidad impostada (¡ tenemos la obligación de ser felices por el mero hecho de vivir ! ), cuando, si fuéramos más conscientes de la muerte, haríamos de nuestra vida algo mucho más fascinante y sin duda, la disfrutaríamos mucho más. 

martes, 2 de diciembre de 2014

BAJO LA LLUVIA



"Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte."


Lluvia- Federico García Lorca


Hace ya algún tiempo, me propusieron un juego. Que dibujase a una persona bajo la lluvia, le pusiese un nombre y me inventase una historia. Así que me afané en tal tarea y dibujé a una mujer perfectamente equipada bajo la lluvia, paraguas, botas, gabardina, e inventé una historia en la que esa mujer caminaba apurada por la calle, como si tuviese que llegar a algún sitio y el tiempo se le escapase. Sin embargo, durante un instante, se paraba ante un escaparate de tienda de animales y veía un perro desvalido, con mirada triste, que observaba tras el cristal, el devenir de los viandantes, sin mayor aspiración que un momento de afecto, aunque fuera fugaz, a la espera de un nuevo dueño que le acogiese con cariño y pudiese salir de aquellos escasos metros en los que lo habían hacinado. Esa mujer se paraba y le miraba, percibía sus ojos tristes y pensaba que ojalá pudiera llevárselo de allí pero que ahora no tenía tiempo para los afectos.

Y allí estaba yo, con mi dibujo, mi historia, preocupándome de perfeccionar ambos, la imagen de la lluvia caer, la mujer impecable sin mojarse, el perro con mirada melancólica… cuando resultó que el quid del juego no era otro que descubrir cómo era yo, porque inevitablemente uno dibuja lo que conoce, escribe de lo que sabe y pese a que todos tenemos un lado oscuro y oculto al resto del mundo, proyectamos una parte de lo que somos. Así que resultó que la que estaba bajo la lluvia era yo, que ante tal inclemencia, me había preparado convenientemente, no vaya a ser que la lluvia me mojase, caminaba de prisa sin pararme, y obviaba cualquier sentimentalismo porque el tiempo era escaso y  eso del querer no era productivo.  Y es cierto. Uno va por el mundo equipado para evitar sorpresas, lleva paraguas “ por si acaso”, camina deprisa controlando el tiempo, programando tareas… pero apenas observa lo que pasa a su alrededor, porque el tiempo es para sentirse útil, para trabajar y no puedes improvisar.

¿ Y qué pasa, si en vez de ir tan equipada bajo la lluvia, me mojo? Nos enseñan a preservarnos de la lluvia, del frío, del sol, de la vida, de no poner el corazón en lo que hacemos so pena que te lo rompan…y lo interiorizamos como algo tan normal, que no dejamos margen a la improvisación, a la espontaneidad,  al “yo” un poco asilvestrado pero natural, un poco más nosotros, sin contaminaciones, sin convencionalismos ni imposiciones. Tal vez, tras reflexionar sobre esto, la historia sería bien distinta, y la mujer bajo la lluvia, levantaría la cara y las manos para sentir como cae, caminaría despacio, se reiría porque todos la tomarían por loca ( lo racional es correr, protegerse, resguardarse) y finalmente, adoptaría el perro porque se sentiría más plena arriesgando un poco su corazón queriendo a un ser vivo. Claro que, parece fácil hacerlo pero ya se sabe que la razón es esa alarma permanente que quiere controlarlo todo y no deja nada al azar. El ser humano tiende a acomodarse, los cambios le dan miedo, le desazonan, rompen esa seguridad de lo cotidiano y conocido. Nos sentimos seguros controlando. ¿ Cómo encontrar el equilibrio entre lo que somos, lo que los demás esperan de nosotros, y lo que de verdad queremos?.

A veces, mojarse bajo la lluvia, puede ser la respuesta.