“ No son los más fuertes de la especie los que sobreviven,
ni los más inteligentes.
Sobreviven los más flexibles
y adaptables a los cambios”.
Charles Darwin, “ El origen de las especies”.
Cada mañana, después
de la ducha, me seco con esmero y especial cuidado la cicatriz de debajo del
ombligo. Después de un mes, apenas queda una pequeña inflamación y una línea
que cada vez se iguala más con el resto de la piel. Sin embargo, por dentro,
las heridas llevan otro ritmo de curación, más pausado, más lento.
Todos tenemos
alguna herida dentro que no acaba de curar. Probablemente, tenemos pendiente
ese proceso de sanear y cicatrizar, de olvidar y perdonar, de superar y pasar
página. El ADN define lo que somos, no quienes somos, que no deja de cambiar en
función de los acontecimientos vitales que nos sorprenden cada día, que no
dependen de nosotros, o sí, muchos sí, como férrea creyente del libre
albedrío y de que todos tenemos absoluta libertad sobre nuestros actos, sin más
límite que los prejuicios.
Durante mucho
tiempo, pensé que aquellos que superaban las adversidades eran los más fuertes,
los más estables psíquica y físicamente, los que no se daban licencias para
flaquear. Esa estabilidad, muchas veces, es producto de una vida cómoda,
carente de sobresaltos, sorpresas, de una plácida rutina que controlas y te da
seguridad.
Sin embargo,
el tiempo y el discurrir de la vida, me han demostrado que los supervivientes
de toda desgracia, son aquellos que, como muy bien definía Darwin, mejor se
adaptan a los cambios, que no se niegan a incorporar a su autobiografía lo
acontecido, como defensa para mitigar el dolor que este recuerdo les causa. De
repente, todo da un vuelco, la agenda cambia, y lo que hasta entonces estaba en
equilibrio, se rompe, dejas de ser quien
eras, te desprendes de aquello que eran los pilares de tu vida y se abre un
abismo ante ti. No sabes si vas a poder superarlo en algún momento, y que, de
tus actos en ese instante, dependerá tu futuro. Y lo superas, con cicatrices,
aunque quisiéramos borrar ese golpe, esa muesca en nuestra integridad, y volver
a ser como antes, cuando todo fluía con apacible normalidad. Pero la cicatriz es el recuerdo tangible de
que ocurrió y que nada volverá a ser igual. Con el tiempo se difumina, pero, aunque
imperceptible, sigue estando ahí. A veces, curan en falso, y se quedan en un
remoto lugar de la mente para martirizarnos de forma más o menos solapada y
otras, se reactiva cuando el mecanismo de defensa no funciona. Pero en ese
estado latente, nos causa un perjuicio cuando no la controlamos y ella se hace
dueña de nuestra vida y nuestros actos.
Las heridas cierran si queremos que lo hagan,
si las desinfectamos con afectos, con fuerza de voluntad, con energía positiva,
con admitirnos flaquear y caer para levantarnos, cuando lloramos y sacamos los
temores, cuando nos concedemos la licencia de ser débiles y mostrarnos así. Lo
contrario, es condenarnos a un ostracismo insuperable que te paraliza,
agarrota, te impide crecer como persona y superar la adversidad.
Esta capacidad
de adaptarse a los cambios, de recomponerse la definen en Psicología como
resiliencia. Vivir implica la necesidad de adaptarse a los cambios, de ser
consciente que nada permanece, que todo muta, que no hay valores ni principios
absolutos y que las embestidas de la adversidad nos obligan a reconfigurar
nuestra escala de valores.
Como decían en
un episodio de una de mis series favoritas, CSI, “ lo que somos nunca cambia;
quienes somos, nunca deja de cambiar”.
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