LA PREGUNTA
Cuando llora el corazón
Sobran las palabras
Y los ojos ni osan mirar.
La firmeza huye de las manos
Y parecen los pasos temblar.
Cuando llora el corazón
El sentido se ha escapado
Y ausente está la voluntad.
La confusión la mente ha encerrado
Y la única compañía es la soledad.
Una sola pregunta viene a retumbar
¿ cómo, cuándo y por dónde empezar?
Enrique Momigliano
Nos da miedo la muerte. La vemos como un trance inevitable pero
intentamos obviarla en toda conversación ( si no se habla de ella, no existe)
salvo cuando empezamos a cumplir años, pasar lista y te falta mucha gente.
Siempre escuché a personas de avanzada edad aquello de que más que miedo a la
muerte, tenían miedo a la enfermedad y yo me asombraba pensando qué puede ser
más horrible que nuestra extinción, dejar de ser quienes somos, desaparecer, no
volver a ver a nuestros seres queridos y la Nada, para los no creyentes. Pero
por desgracia, uno no comprende casi nada salvo cuando lo experimenta en carne
propia, así que he tenido que enfrentarme a la enfermedad de un ser querido y
su pérdida, para entender eso de peor la enfermedad que la muerte. La muerte es el descanso, el dejar de sufrir, de
perder la dignidad por una enfermedad que merma tu autonomía, la capacidad de
ser auto suficiente, de razonar y finalmente, perder lo que nos hace humanos. Total,
para dejar de existir.
Lo peor de la muerte es que, los que
nos quedamos, no sabemos muy bien cómo
afrontarla. Por un lado, es un tema
tabú. El duelo es esa cosa que hay que pasarla cuanto antes, como si fuera un
resfriado sin más paliativos que inocularte un supuesto ánimo y alegría por
estar vivo, pero sin Frenadol. Hace unos
días falleció mi tía mayor . Y fue curiosa la frase que
pronunció un familiar en la puerta del cementerio, cuando llegaba el coche
fúnebre y mi madre rompió a llorar “ no llores ahora, ya llorarás en casa” como
si el llanto por la pérdida de un ser querido pudiera contenerse o llorásemos
en diferido y cuando se nos antoje, además de ser el acto más indicado para un
entierro y no estar en absoluto, fuera de lugar. Es una muestra de
respeto, afecto, despedida…el último
acto por alguien que ya no existe.
La muerte de un ser querido te cambia, al
igual que te cambia la enfermedad. Nos recuerda que somos vulnerables, que
dependemos de los demás, es una cura de humildad para bajarnos los humos cuando
nos sentimos invencibles, que todo lo podemos y no necesitamos de nada ni nadie.
En mi vida hubo dos
acontecimientos que me cambiaron absolutamente. Cuando le detectaron el cáncer a
mi padre y nos confirmaron el
diagnóstico aquel 5 de Agosto del 2009 y cuando se murió, el 1 de Noviembre del
2013. Con la detección de la enfermedad estuve en estado de shock hasta que empecé a asimilar la posibilidad de
perderle. Y como le ocultamos ( mal hecho) la gravedad de lo que tenía en sus
inicios, cargué con la losa de la mentira que me pesó hasta el punto en el que
lloraba, fuera de casa, no podía hacerlo en ella, con quién cuadrase, con
clientes, en el trabajo. No tuve esa habilidad que decía el otro día mi
pariente en el cementerio de controlar el llanto y llorar cuando me diera la
gana. Los cambios que uno sufre a veces, no se notan, y otras, salen por los
ojos sin remedio. Me decía por entonces mi psicóloga ( qué remedio, tuve que
pedir ayuda) que nunca acababa de caer, que siempre parecía que estaba a punto
y me aferraba a no hacerlo y mientras no me cayera, sería imposible que me
levantase. La enfermedad me aterraba, y la muerte me enmudecía, era un miedo
que se agarraba a la garganta y me impedía gritar. Ese miedo que te enferma, te paraliza, te cambia. Nunca vuelves a ser
tú. Supongo que las prioridades cambian,
la percepción del mundo también, y te vuelves adulta porque eres tú la que
tomas las decisiones, no tus padres.
Pero cada prueba, cada quimio,
cada revisión…eran un magnífico momento para explicar tu dolor y tu miedo, pero
no eres capaz. Entonces, ese extraño
tiempo de espera, de resultado sabido, parece algo irreal. Estás tan afanado en
cuidar, en ayudar, en estar pendiente de otros…que, de repente, se apodera de
ti un extraño vacío. Al principio es un vacío, después una irrealidad, para
finalmente un dolor insoportable que hace que no puedas ni hablar. No hay palabras
para describirlo, quizá las sensaciones del cuerpo, el agotamiento del alma y
el fin de la fe, de que a lo mejor, era posible otro final.
Cuando mi padre enfermó hacia el
final inevitable, el tiempo deja de medirse en minutos, para hacerlo en
momentos. Los de lucidez y los de mitigar el dolor. Todo carece de importancia,
hasta tú mismo, lo importante es que ese trance, sea lo más apacible posible.
La impotencia se mide en tus manos que no pueden hacer más, en tu mente que no
para de pensar. Sin embargo, pareces programada para administrar las dosis
requeridas y ni se te ocurre plantearte la posibilidad de claudicar al
cansancio o el dolor. Tampoco se te
ocurre que quizá, debieras despedirte.
Y lloras, sí, el día del
entierro, y luego estás unos días en una especie de trance extraño, reubicando
las cosas y deshaciéndote de sus posesiones, porque cuando racionalices la
pérdida, seguramente, no serás capaz. Y te aferras al olor de su habitación,
donde abrió los ojos por última vez.
Pasan los días, y entonces, cuando de verdad te apetece llorar, los bien
intencionados te dicen que la vida sigue, que a él no le gustaría que llorases
ni estuvieses mal. Pues sí, necesitas
estar mal, y pasar ese duelo-catarro como te plazca, y llorar 5 meses después,
porque el dolor cuando vuelve, duele como el primer día, te revuelve por dentro y te sientes sola sin
esa persona que antes formaba parte de tu vida y ya no está. Porque cambiamos,
vaya si lo hacemos, cambiamos porque nada volverá a ser lo mismo, porque falta esa
pieza de puzle que hace que, por mucho que reubiquemos las demás piezas, habrá
un vacío que no se podrá llenar. Como bien dice Rosa Montero en su libro “ La
rídicula idea de no volver a verte”, nunca te recuperas, te reinventas. Ésa es
la palabra, te reinventas porque lo que fuiste, ya no lo eres ni volverás a
serlo jamás.
En esta tarea de duelo y
reinvención, de intentar inocularme un positivismo fingido y suponer que la
vida es lo que vemos, sin darle demasiadas vueltas, procuro cambiar alguna
costumbre sobre que lo hacía y ya no puedo hacer. Porque antes de cambiar de
móvil, aún tenía llamadas de mi padre que me preguntaba a qué hora iba a llegar
para freír las patatas y ahora tengo que calentarme yo la comida. Y ya no
tenemos leche condensada en la alacena porque a él le chiflaba hasta que empezó
a aborrecer el dulce y no lo soportaba ( la enfermedad cambia hasta tus gustos)
ni tampoco habrá pan de Cádiz en Navidad, que era el único que se lo comía
junto con los mazapanes. No hemos vuelto a ver fútbol en casa, ni hay quinielas
en el cajón, ni me pedirá que le revise el móvil porque ha tocado no sé qué
tecla y lo ha desconfigurado. La vida está llena de estas pequeñas cosas a las
que apenas le damos importancia porque forma parte de lo cotidiano pero es lo
que determina nuestra existencia respecto de los demás, sus manías y
costumbres, su presencia y su ausencia. Nos
acoplamos para convivir y al final, hasta las manías de otros, las hacemos
nuestras. ¿ Cómo vivir ahora sin ellas?
Pero para superar ese duelo, hay
algo que tenemos que afrontar. La gran
pena por no haberse dicho todo lo que teníamos que habernos dicho, haber
discutido aquel día por una estupidez, o disgustarse por un mal gesto o mala
palabra porque no teníamos buen día. Eso te genera la sensación de que no ha concluido,
que había temas pendientes por zanjar, que había abrazos que no nos habíamos
dado… que jamás pensamos que algún día, de verdad, será el último. Y entonces
el duelo se hace largo, y te asola cierto sentimiento de culpabilidad, por no
haber sido la mejor esposa, mejor hija o mejor persona. Esto, salvo quién haya sentido
una verdadera pérdida, no puede entenderlo.
Yo creo que el duelo es esa etapa en la que
uno asume la pérdida pero se resiste a olvidar aunque te duela. Porque si olvidas, es como
traicionar la memoria de un ser querido, hacer de tu vida algo nuevo como si
nunca hubiera existido. Y también creo que cada persona tiene su tiempo de
reestructuración, que no lo marcan los días, ni los años. Uno debe buscar un
nuevo encaje en esto del sobrevivir, porque sí, somos supervivientes del tiempo
que otros no tuvieron. El duelo pasa
cuando uno acaba esa conversación pendiente, aunque no esté físicamente con
nosotros, cuando en voz alta le dices lo que sientes o si tienes algún reproche
que te está mortificando, cuando nos sentimos en paz por la marcha y el
convencimiento de que nuestra vida sería muy distinta si él/ella no hubiera
existido, pero que esto ha llegado hasta aquí. De vez en cuando, el dolor vendrá a agitarte
un poco, llorarás en la ducha y en soledad, por eso de no estar bien visto
compartir desdichas y penas. Si con la enfermedad siempre estuviste con una
alarma, con la muerte, el vacío se hará omnipresente, será esa especie de
compañía a veces no tan ingrata, que no te abandonará jamás. Y cuando esto
pasa, entiendes que la muerte es algo natural y consustancial a la vida,
imposible la una sin la otra.
Paradójicamente, hacemos grandes esfuerzos por
vivir con una felicidad impostada (¡ tenemos la obligación de ser felices por el mero hecho de vivir ! ), cuando, si fuéramos más conscientes de la
muerte, haríamos de nuestra vida algo mucho más fascinante y sin duda, la disfrutaríamos mucho más.