“Amanece en los carros de basura,
Empiezan a salir los ciegos,
El ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
Una vez más antes de oler el día.
Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
Cuando están muertos, cuanto están vestidos,
Que la ciudad los recupera hipócrita
Y les
imponen los deberes cotidianos. “
Los amantes- Julio Cortázar
La luz se abre camino entre las cortinas.
Pronto amanecerá. En silencio le mira. Duerme plácidamente y sin embargo, ella
es incapaz de dormir. Le observa en la penumbra de la habitación de hotel, la
misma de siempre, la de los besos furtivos y mensajes a deshora para robar
tiempo a la rutina. “ Tengo tres horas para verte”. Apenas unos segundos
usurpados al tiempo. Reubica citas, inventa excusas, improvisa disculpas,
racionaliza sus pasos para intentar salir de su cárcel vital y sentirse libre
unos instantes. Al principio todo era más elaborado. Cuando llegaba, él había preparado
la habitación para hacerla menos siniestra y soez. Reubicaba los muebles,
improvisaba una pequeña pista de baile y le hacía sonreír para paliar el
sentimiento de culpa de mentir a los demás y lo que era peor, a sí misma. “ No
pienses, no te mortifiques, solo siente. Ahora no hay nadie, solos tú y yo”. Y
se dejaba llevar por el embriagador olor de su perfume y sus caricias
ardientes. El champán adormecía los sentidos y su aliento era el aire que respiraba.
Nunca le pregunta qué piensa. Intuye que lo
mismo que a ella. Por qué no son valientes. Por qué se conforman con la infelicidad y no
se rebelan ante ello, para no lamentarse algún día, del tiempo perdido y no
disfrutado. En qué momento dejaron de ser ellos para convertirse en unos autómatas
con horarios programados, citas por compromiso, agendas escolares, trabajos
alienantes, parejas sin sentimientos, compañeros de piso que no de cama. En qué
punto se convirtieron en sociedades mercantiles donde los bienes son lo que les
vinculan, obligaciones con otras personas que ni les importan y dejan morir lo
único que un día les unió a sus respectivas parejas. A dónde se fueron los sueños,
el ideal de vida en común, compartir confidencias, amistades, actividades,
afectos y la complicidad. Evitan hacerse preguntas porque no gustan las respuestas,
las que ya saben pero no se atreven a pronunciar en voz alta. Decir “se acabó” es
devastador, el fracaso de un proyecto de
vida en común, romper con el pasado para tener un presente y un futuro, pero
las cadenas son tan profundas y difíciles de romper…que inventas una alternativa
para seguir viviendo.
En esa habitación de hotel son auténticos.
Conectan con su verdadero yo, ese que se desprende de la ropa pero también del
disfraz, que mira y ve una mirada como la suya, tan perdida y deseosa de afecto
que abduce hasta perderse en sus respectivos ojos. Unas manos acarician sus cuerpos
que reviven, sacándose las telarañas. Las bocas se besan después de años de que
nadie lo hiciese, salvo un beso con desgana al llegar a casa. No hay reproches,
no hay promesas que no se puedan cumplir, no hay cadáveres en las espaldas, ni
hijos ni obligaciones. Solos él y ella, en una noche de suspiros y cuerpos
desnudos que ya no ocultan su edad ni sus imperfecciones y sin embargo, parecen
tan perfectos…Cicatrices del pasado que acarician explorando como las muescas
en el tronco de un árbol.
Apoya la cara sobre la almohada. Mira su
cara. Le acaricia. Él abre los ojos y sonríe. Siempre sonríe. Sonríe con un
poso de tristeza, la de la esperada despedida. La de no saber si esa noche será
la última. La del adiós que nunca te dices del todo. La de ser preso de los convencionalismos y la hipocresía. La de apariencia de familia feliz y la cárcel
en la que vives porque tu voluntad es débil
y no es capaz de moverse del camino trazado por otros. La del temor a
ser descubierto, pero pese a ello, no poder prescindir de esos encuentros
furtivos porque necesita desesperadamente tomar oxígeno para seguir con la vida
idílica que ha creado y que no es más que una mentira, de las muchas que se
cuenta cada día para seguir viviendo. Y solo entonces, cuando cruza el umbral
de la puerta de esa habitación, la misma de siempre, se quita la alianza, la
máscara y el traje, recupera su esencia para permitirse la licencia de sentir
sin más, sin remordimientos, desnudos los cuerpos y las almas. Ella también le
mira. Pero no sonríe. Porque un corazón roto no puede sonreír ni siquiera
fingiendo. Allí no se finge. Allí no.
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