Y el tiempo se paró. Escuché un suave
llanto y al girar la cabeza, tumbada sobre la mesa de quirófano, pude ver unos
bracitos que no paraban de moverse mientras la pediatra hacía la primera exploración. “ ¡Qué niña más
hermosa!” dijo. La envolvieron en una manta y me la pusieron en el pecho. Allí
estaba, con sus ojos oscuros muy abiertos mirándolo todo. Amanda había nacido y
yo me había convertido en mamá. Aun no había interiorizado lo que esto suponía,
solo sentí que me invadía una sensación nueva e indescriptible de paz y
plenitud que nunca había experimentado.
Cerré los ojos y no pude evitar rememorar, todo el
esfuerzo de meses atrás para hacer realidad un anhelo que hizo que tomase la
determinación de ahora o nunca. Cuando tomé la firme decisión de ser mamá, lo hice
bajo una máxima, no quería reprocharme, el día de mañana, no haberlo intentado.
Sopesar la dependencia absoluta de un hijo frente a la libertad que por
entonces disfrutaba fue complicado. Dos cosas que eran
incompatibles. Poder vivir una vida sin ninguna atadura ni responsabilidad o
sacrificar la libertad para hacer y deshacer sin tener que rendir cuentas y disponer de mi tiempo a mi antojo . Y
entonces recordé aquella frase de un precioso poema de Luis Cernuda “ libertad
no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oir
sin escalofrío. Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina...” ¿Para
qué quería tanta libertad? Decidí que un
exceso de libertad no me haría tan feliz como el hecho de tener un hijo.
Ahí empezaron las pruebas,
las dificultades y las decisiones.
Asumes que esto es una carrera de fondo en el que uno no puede quemarse
en la primera prueba, sino que todo ha de hacerse por etapas. No vislumbrar el
fin, sino concluir satisfactoriamente cada etapa. También entendí que si
finalmente no lo conseguía, cerraría una etapa y empezaría otra, la de
disfrutar la vida hasta mi último aliento y ser feliz. Esto último ya lo había
conseguido. Me costó asumir que para ser feliz solo hacía falta estar en paz
con uno mismo y con los demás. Sin rencores. Perdoné a muchas personas de mi
pasado, a mi misma y asumí mis defectos y virtudes. Si quería ser madre, mi
hijo/a merecía una madre feliz, porque ¿ cómo puedes hacer feliz a los demás si
tú misma no lo eres?.
El 11 de Octubre el médico me confirmó que el resultado era
positivo. No podía tener tanta suerte que en el primer intento, lo hubiera
conseguido. Pero el camino no fue fácil, no lo era desde el punto y momento en
el que tienes que tomar 6 pastillas al día y pincharte una inyección diaria
durante 3 meses. No lo es cuando tienes una amenaza de aborto y piensas que no sigue adelante. Es una montaña rusa de emociones que desestabilizan y a veces quieres
rendirte. Pero mi hija quería nacer y se aferró a la vida. “Quédate conmigo, si
tú peleas, yo peleo”. Y sí, quería quedarse. Nunca olvidaré la imagen en aquel
monitor, cuando pensé que la había perdido, un puntito brillante en medio de la oscuridad y escuchar su corazón a mil por hora. Supe que ella quería vivir y yo haría lo que hiciera
falta para que así fuera. Durante el mes de reposo, sin apenas moverme, había
momentos en los que aun dudaba, y entre el tratamiento, las náuseas continuas,
pensé que no llegaría hasta final de la etapa. Pero no, cada día que pasaba, era
un día ganado, mi hija se afianzaba y el hematoma uterino desapareció. Pero las dificultades no habían concluido. Un
desabastecimiento de estrógenos puso en riesgo la continuidad del tratamiento. Y
es cuando mis amigos se movilizaron para buscar las pastillas por Galicia,
Madrid y Valencia. La “patrulla Progynova” buscó por todas las farmacias los
stocks de unas pastillas que no se repondrían hasta finales de Noviembre. Me hacían
falta 11 cajas para cubrir al trimestre obligado. Y se consiguieron. Mi hija es
también un poco la hija de todos ellos, porque garantizaron que se
asentase en esos 3 primeros meses de riesgo. Nunca podré agradecerles lo suficiente la
ayuda y esfuerzo porque esta niña esté hoy en mis brazos.
Han sido 9 meses duros, pero el fin mereció la pena. Un
amigo me preguntó, hace algún tiempo, que por qué quería ser mamá. Y yo le
contesté que porque tenía mucho amor que dar y qué mejor que dárselo a un hijo.
Ahora que la tengo, después de un día agotador de biberones, pañales, chupetes,
cólicos…y vuelta a empezar, de no dormir o hacerlo en posturas inverosímiles
dignas de un contorsionista a horas extrañas e intempestivas, de llevar un mes
en la misma página de un libro porque es imposible continuar con la página
siguiente ya que demanda atención continua, a punto de caer exhausta sobre la
cama, echo un último vistazo a la cuna, la miro, ella me mira mientras me
sonríe y entiendo que ella es la razón de todas mis razones. La razón para intentar ser mejor persona cada día, por luchar por lo que creo justo, por
dejarle un mundo mejor, por intentar que sea feliz hasta donde yo pueda llegar
y esté en mi mano. Mirar a mi hija es
ver en sus ojos la curiosidad por la vida, por lo que nos rodea, ver el lado
bueno de las cosas, de las personas. Mi pequeña Amanda, la que merece ser
amada, sin duda lo es por todos los que la rodean. La niña de las estrellas, la
estrella que ha dado luz a mi vida, que me guiará y a la que guiaré hasta el fin de mis días.
Felicidad empieza por A, sin dudarlo.