Hace unos meses, entré
en una farmacia, siendo la última de las cuatro mujeres que esperábamos para
ser atendidas. No soy indiscreta, ni me gusta escuchar conversaciones ajenas,
si bien dado que el local era pequeño, fue inevitable. La primera de ellas,
pidió Trankimazin, y las demás, compramos Lexatin. Al salir de allí pensé en lo
mal que estaba el mundo cuando cuatro personas comprábamos ansiolíticos. Ni una
aspirina, ni Betadine, ni una triste caja de tiritas. No, ansiolíticos como
quien compra caramelos Ricola sabor de los Alpes.
Desconozco los motivos
por los que cada uno de nosotros necesitamos tomar algún medicamento, salvo los
míos, pero muy probablemente, es porque a veces, cuando todo nos sobrepasa,
quisiéramos poner la cabeza en modo off y pedir en la farmacia aquello que ya
cantaba Sabina hace años “pastillas para no soñar”…o para no pensar. Muchas
veces corremos y no sabemos hacia donde, como si nos inocularan una energía
sobrenatural, que nos pone el corazón a cien, para, tras un día sin apenas
pensar, intentar conciliar el sueño pasando de cien a cero en segundos. Y
entonces, al pararte tras el desenfreno, repasas lo que has hecho durante el
día, tus obligaciones del día siguiente, o simplemente analizas tu vida, te
asaltan los miedos que se magnifican en la oscuridad y asumes que no hay
momento bueno para soñar, aunque sea despierta.
Con la que está cayendo,
y con esto me refiero, entre otras cosas, ajenas a uno imposibles de controlar,
al estado general de la vida ( el paro, desahucios, corrupción, recortes…)
puedo entender la desazón y el desencanto generalizado, la falta de esperanza y
la depresión, el no encontrar una salida clara y próxima a todo lo que nos
supera y nos angustia, y seguramente, comprar unas pastillas pueda ser la
última opción para no caer en un pozo sin fondo. Si todo esto lo aderezamos que
pese a que hay quienes por suerte, no carecen de lo más elemental, pero sí de
estímulos, de afectos, de esa soledad que se convierte, paradójicamente en tu
única compañera y compañía, no es de extrañar que intentemos paliarla con algún
derivado del diazepam mientras nos bebemos un vaso de leche caliente de pie en
la cocina a la vez que hacemos zapping, sin ser muy conscientes de lo que vemos
en televisión, porque francamente, nos da lo mismo.
De las múltiples veces
que he visto la película “ La historia interminable”, hay un diálogo que me
gusta especialmente y que a continuación reproduzco:
“- Niño tonto, no sabes nada de la historia de Fantasía. Es
el mundo de las Fantasías humanas. Cada parte, cada criatura, pertenecen al
mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen
límites para Fantasía...
- ¿Y por qué está muriendo entonces...?
-Porque los humanos están perdiendo sus esperanzas y
olvidando a sus sueños. Así es como la Nada se vuelve más fuerte.
- ¿Qué es la Nada?
-Es el vacío que queda, la desolación que destruye este
mundo y mi encomienda es ayudar a la Nada.
- ¿Por qué?
-Porque el humano sin esperanzas es fácil de controlar y
aquél que tenga el control, tendrá el Poder.”
Que no nos engulla la
Nada, que nadie nos quite los sueños, ni la esperanza. Ni tan siquiera esas
pastillas para no soñar, para no sentir, para sobrevivir. Lo único que nos hace
libres es la imaginación, podemos pensar en lo que queramos, en lo que quisiéramos
ser, en lo que anhelamos, sin más límite que nosotros mismos y nuestros
temores. Aunque la experiencia me dice que para superarlos, hay que enfrentarse
a ellos, en la oscuridad de la noche, en el abismo de la soledad, en el
subconsciente tenebroso que acallamos todos los días por temor a escuchar lo
que no queremos oír. El miedo nos paraliza, nos anula, nos insensibiliza. Y el
ser humano con miedo y sin esperanzas, deja de ser humano para convertirse en
un autómata.
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