Cuando
era pequeña, pensaba que uno se hacía adulto cuando no tenía que pedir permiso
para hacer lo que le apeteciese, ni rendir cuentas a nadie, y ostentabas una
absoluta libertad para obrar.
Sin
embargo, ahora creo que uno se vuelve adulto, no cuando alcanza la mayoría de
edad, ni cuando se independiza, ni tan siquiera cuando forma su propia familia,
sino cuando ha de cuidar a sus padres o cuando éstos fallecen. A todos o al
menos, a la mayoría nos pasa, cuando cruzamos el umbral de la casa familiar, de repente te ves de nuevo como un niño pequeño, sentándote en la silla
donde te cuelgan las piernas y no tocas el suelo, tu madre cocinando tu comida
favorita y poniendo cantidades escandalosas en tu plato como si fueras a trabajar
en una mina, y tu padre a punto de limpiarte el pescado de espinas, no vaya a
ser que encuentres alguna y te atragantes.
Es
una sensación indescriptible saber que alguien cuida de ti, te da consejos con
el corazón y son el brazo en el que apoyarte por muy torcidas que vengan las
cosas, sin pedir nada a cambio, salvo el cariño y afectuo mutuo. Sabes que,
aunque te caigas, habrá una red de afecto y amor infinito sujetándote para
evitar que te hagas daño, y que nada malo puede sucederte porque ellos están
ahí. Te permites, incluso, alguna licencia infantil, porque aún queda algo en
ti de tu niñez cuando estás con ellos.
Sin
embargo, cuando se invierten los roles, cuando ellos flaquean, enferman o
fallecen, el rictus de tu cara cambia, al igual que tú, que te ves de repente,
tomando decisiones sin nadie con quién compartirlas, sin ese consejo afectuoso
y gratuito, ni la experiencia ni sabiduría de la vida que te aportaban. Dejas
de lado la espontaneidad para dar paso a la reflexión, pierdes aquella sensación
de abrigo y cobijo inexplicable para quedarte huérfano del alma, y abandonas
definitivamente el papel de hijo para ser padre, cuidador. Entonces sale de ti,
la misma paciencia infinita que tenían ellos cuando te enseñaban a caminar, a
caerte y levantarte de la bicicleta o los patines, a hablar, a leer y
comprendes que la vida es un ciclo en el que todo vuelve a su origen, a donde
empezó, aprendes para enseñar, te cuidan para cuidar.
Hace
muchos años, me gustaba leer en la cocina poemas en voz alta mientras mi madre
preparaba la comida. No recuerdo qué edad tenía, probablemente pre adolescente
que está descubriendo el mundo, aunque ya había visto qué había muchas clases
de personas y no siempre buenas. No obstante, supongo que tenía la cabeza llena
de pájaros y pululaba sobre mi un romanticismo idealista, de esos en los que
crees que el amor todo lo puede, que supera los obstáculos y barreras que se
proponga. “ Te ríes? Algún día sabrás niña, por qué. Mientras tú sientes todo y
nada sabes, yo que no siento ya, todo lo sé”. Bécquer.
Mi
madre, pese a que los poemas de Bécquer eran muy sencillos y de fácil
comprensión, me dijo que éste solo lo entendería en toda su magnitud cuando
fuese adulta. Y yo agregaría, cuando vienes ya de vuelta.
Uno
se hace adulto cuando pierde espontaneidad y el resquicio de niñez que le
quedaba, cuando la visceralidad da paso a la prudencia y contención, cuando el
contrapeso de la templanza gana a la naturalidad y despreocupación. La asunción
de responsabilidades, la confirmación de
que tus padres no lo sabían todo y eran invencibles, la protección que ellos te
daban a ti y tú debes darle ahora a ellos, porque son frágiles y también tienen
miedo. Bécquer se equivocaba. Como si se te cayera una venda de los ojos, todo
lo sabes, y todo lo sientes. Al menos, sientes nostalgia de lo que fue y nunca
más será. Saudade que dicen los portugueses.