lunes, 27 de enero de 2014

CUANDO UNO SE HACE MAYOR



Cuando era pequeña, pensaba que uno se hacía adulto cuando no tenía que pedir permiso para hacer lo que le apeteciese, ni rendir cuentas a nadie, y ostentabas una absoluta libertad para obrar.

Sin embargo, ahora creo que uno se vuelve adulto, no cuando alcanza la mayoría de edad, ni cuando se independiza, ni tan siquiera cuando forma su propia familia, sino cuando ha de cuidar a sus padres o cuando éstos fallecen. A todos o al menos, a la mayoría nos pasa, cuando cruzamos el umbral de la casa familiar, de repente te ves de nuevo como un niño pequeño, sentándote en la silla donde te cuelgan las piernas y no tocas el suelo, tu madre cocinando tu comida favorita y poniendo cantidades escandalosas en tu plato como si fueras a trabajar en una mina, y tu padre a punto de limpiarte el pescado de espinas, no vaya a ser que encuentres alguna y te atragantes.

Es una sensación indescriptible saber que alguien cuida de ti, te da consejos con el corazón y son el brazo en el que apoyarte por muy torcidas que vengan las cosas, sin pedir nada a cambio, salvo el cariño y afectuo mutuo. Sabes que, aunque te caigas, habrá una red de afecto y amor infinito sujetándote para evitar que te hagas daño, y que nada malo puede sucederte porque ellos están ahí. Te permites, incluso, alguna licencia infantil, porque aún queda algo en ti de tu niñez cuando estás con ellos.

Sin embargo, cuando se invierten los roles, cuando ellos flaquean, enferman o fallecen, el rictus de tu cara cambia, al igual que tú, que te ves de repente, tomando decisiones sin nadie con quién compartirlas, sin ese consejo afectuoso y gratuito, ni la experiencia ni sabiduría de la vida que te aportaban. Dejas de lado la espontaneidad para dar paso a la reflexión, pierdes aquella sensación de abrigo y cobijo inexplicable para quedarte huérfano del alma, y abandonas definitivamente el papel de hijo para ser padre, cuidador. Entonces sale de ti, la misma paciencia infinita que tenían ellos cuando te enseñaban a caminar, a caerte y levantarte de la bicicleta o los patines, a hablar, a leer y comprendes que la vida es un ciclo en el que todo vuelve a su origen, a donde empezó, aprendes para enseñar, te cuidan para cuidar.

Hace muchos años, me gustaba leer en la cocina poemas en voz alta mientras mi madre preparaba la comida. No recuerdo qué edad tenía, probablemente pre adolescente que está descubriendo el mundo, aunque ya había visto qué había muchas clases de personas y no siempre buenas. No obstante, supongo que tenía la cabeza llena de pájaros y pululaba sobre mi un romanticismo idealista, de esos en los que crees que el amor todo lo puede, que supera los obstáculos y barreras que se proponga. “ Te ríes? Algún día sabrás niña, por qué. Mientras tú sientes todo y nada sabes, yo que no siento ya, todo lo sé”. Bécquer.
Mi madre, pese a que los poemas de Bécquer eran muy sencillos y de fácil comprensión, me dijo que éste solo lo entendería en toda su magnitud cuando fuese adulta. Y yo agregaría, cuando vienes ya de vuelta.

Uno se hace adulto cuando pierde espontaneidad y el resquicio de niñez que le quedaba, cuando la visceralidad da paso a la prudencia y contención, cuando el contrapeso de la templanza gana a la naturalidad y despreocupación. La asunción de responsabilidades, la confirmación  de que tus padres no lo sabían todo y eran invencibles, la protección que ellos te daban a ti y tú debes darle ahora a ellos, porque son frágiles y también tienen miedo. Bécquer se equivocaba. Como si se te cayera una venda de los ojos, todo lo sabes, y todo lo sientes. Al menos, sientes nostalgia de lo que fue y nunca más será. Saudade que dicen los portugueses.




viernes, 17 de enero de 2014

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD

“ No me escondas el secreto de tu corazón!
¡Dímelo a mi, que soy tu amigo, sólo a mi!
Dímelo tan dulce como te sonríes,
 que no lo oirán mis oídos, sino mi corazón”.
Rabindranaz Tagore




Imaginemos, por un momento, que nos dicen que hoy es el último día de nuestra vida.  ¿ Qué haríamos?.
Habrá quien quiera apurar los segundos para hacer cosas un tanto variopintas, quién decida emborracharse, los más precavidos hacer testamento o simplemente sentarse a esperar, aunque supongo que la inmensa mayoría llamaríamos a nuestros seres queridos para despedirnos.

Probablemente reflexionaríamos sobre nuestra vida, evocando momentos felices y suspirando por todo aquello que hubiéramos querido hacer y no hemos hecho, pero sobre todo, por lo que no hemos dicho.

Siempre hay tiempo, y esto nos sirve como excusa para callar algo que pensamos o sentimos, siempre hay tiempo para confesarse, para abrirse, para desahogarse, para despedirse. Y el tiempo, como si fuera algo elástico, se estira hasta que da todo de sí y se acaba rompiendo, o más bien, agotando.

Todos tenemos una conversación pendiente y nunca es buen momento. Nos avergüenza decir lo que sentimos, por miedo al rechazo, al bochorno, a la burla o la mofa del que escucha. A todos nos han roto el corazón, todos hemos querido y no nos han querido, si bien yo creo que el sincerarse es una oportunidad, bien para avanzar, bien para sorprendernos por la reciprocidad o para concluir algo que no va a ningún sitio. Nos cuesta abrirnos y exponer lo que pensamos, acomodados tras una máscara de apariencia que nos protege ante las inclemencias sentimentales, capeando el temporal afectivo, sobreviviendo ante la adversidad para tratar de salir indemnes de la prueba de los afectos como si eso fuera posible salvo si no queremos a nadie ( entonces me hago otra pregunta, ¿ qué nos ata aquí?).

Yo también tengo conversaciones pendientes y lo peor, es que alguna no podré concluirla jamás. Ésa es la que me mortifica cada día, la de una despedida que nunca se produjo y que no supe muy bien cómo afrontar, salvo la de inyectar lorazepam cada 12 horas junto con otros cócteles para evitar el sufrimiento de a quién más quería. Tuve muchas oportunidades para tener esa conversación pendiente, en la que me contase que tenía miedo, que noté en la inflexión de su voz cuando nos dijeron “ hasta aquí”. Yo también lo tenía y mucho, compartía su dolor y sufrimiento desde antes de que supiera de la gravedad de su dolencia, y durante todo este tiempo que duró la enfermedad, mi vida fue una revolución de miedos, angustias, sobresaltos, pruebas superadas, otras no tanto y dejé de pensar en mi para pensar solo en él. Los silencios, aunque todo esté implícito, son una losa que cada día pesan más, nos encierra más en nosotros mismos, oxidando las emociones, reforzando el ostracismo y envenenando el alma. Finges que todo va bien para no enfrentarte a un dolor insoportable, finges y haces de tu vida una mentira porque la realidad se revela como algo insuperable.
   

 Yo no me despedí, no lo hice porque aunque previsible el final, no fui consciente del último día de su vida. Siempre hay tiempo, en otro momento, ahora no tengo valor, no tengo fuerzas. Pero hay que buscar el momento, el valor, las fuerzas, superar el miedo al ridículo, al mal trago, para decir lo que pensamos, para que no nos quede dentro la desazón y pena de haber perdido una oportunidad, la de sincerarnos con los demás ( ¿qué importa que se rían, que no te correspondan, qué importa lo que piense nadie? ) y saber que cualquier día puede ser el último. Llegaremos a tiempo. O no. En realidad, nunca es buen momento para morirse, pero al menos, morirnos sin nada más que decir porque ya está todo dicho. 

sábado, 11 de enero de 2014

EL MAYOR PECADO


Hace unos días leía una entrevista de Rafael Santandreu, psicólogo con grandes ventas de libros de autoayuda en España, esos libros que siempre que paso por esa sección de una librería miro con cierta grima, con esos títulos tan sugerentes como “ Supera la adversidad”   “Cómo reforzar tu yo” o algún  que otro reclamo que te recuerda tu complejo de inferioridad, tu falta de autoestima o alguna carencia de la que ya somos conscientes y que no creo que por leer un libro que te haga repetir frases ante un espejo, uno pueda superar. 

No obstante, pese a mi escepticismo, la leí porque el titular me llamó poderosamente la atención: “ ¿Me muero mañana? Fenomenal! “. Ese exceso de optimismo y vitalidad que transmitía el resto de la entrevista me rechinó, porque no creo que vivamos en una felicidad absoluta ni una paz interior tan acusada que recibamos la muerte con este entusiasmo y algarabía. Bien es cierto que el concepto de felicidad es tan variado como personas hay en el mundo y cada uno tiene aspiraciones distintas para alcanzarla, aunque si les preguntamos  a la inmensa mayoría de los mortales, seguramente asocian felicidad con la satisfacción de conseguir bienes materiales, vivir sin preocupaciones y estrés. Pero…¿ qué es la felicidad?     ¿cómo es posible que alguien perciba con feliz estoicismo la muerte? ¿ cómo se puede ser feliz si no entendemos el sentido de esta vida pero sabemos con absoluta certeza, que todos moriremos y más tarde o más pronto, dejaremos de existir?. 

Como bien se describe en la Pirámide de Maslow, el ser humano tiene una serie de necesidades básicas, que a medida que va cubriendo, genera otras y así indefinidamente, porque la ambición humana no tiene límites. Sin embargo, la inmensa mayoría relacionamos suplir necesidades como paso previo para conseguir la felicidad, aunque evidentemente la relación no es proporcional porque no el que más tiene, es el más feliz ni a la inversa.

Borges describe que el mayor pecado que puede cometer un ser humano es no haber sido feliz.

“He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.”

¿ De verdad que nuestro fin en este paso efímero por la vida es la búsqueda de la felicidad, ese elemento abstracto y sobre valorado como fin último de nuestra existencia? ¿ Alguien nos garantiza que seremos felices al nacer o en realidad, la vida nos educa a base de bofetadas para valorar la felicidad cuando ésta aparece y dejarla ir cuando se evapora, con resignación y pensamiento positivo esperando de nuevo su regreso? ¿ la felicidad no es el fin y tal vez, solo tal vez, no es más satisfactoria su búsqueda como aliciente para vivir, que el conseguirla? ¿ qué hacemos entonces una vez conseguido el objetivo y tras disfrutarla? ¿ acaso no nos marcamos nuevas metas, nuevos retos, aumentando esas necesidades de las que antes hablaba?.

 Sin embargo, yo no creo que la mejor descripción de un estado óptimo sea la felicidad, que se liberan endorfinas, saltamos de alegría, o aparece una euforia desaforada, estado en el que es imposible permanecer siempre, al igual que el enamoramiento, en el que no comes, no duermes y que el ser humano no resistiría más que una breve temporada.

 El día a día es un estado plano, sin grandes altibajos, afortunadamente, con actividades más o menos mecánicas y repetitivas, rutinarias y monótonas, un valle que a veces, se vuelve montaña y otras veces foso, en función de múltiples variables que muchas veces no dependen de nosotros. Por eso no creo en la felicidad estándar, en el positivismo como norma estática y permanente. Creo en los estados de ánimo pausados, en los momentos puntuales de felicidad o infelicidad ( lo contrario sería anti natura o una depresión), y creo en la plenitud. El sentirse pleno como persona, aceptándonos con nuestros defectos y virtudes, en la fuerza de voluntad para cambiar lo que no nos gusta de nosotros, en la realización personal con metas alcanzables y reales, el tener el suficiente aplomo para no dejarse llevar por la desesperación, el superar el excesivo control sobre las cosas, el no pensar en la búsqueda incesante de esa euforia-felicidad futura pero sí en disfrutar el presente como algo real y tangible, sin aspiraciones imposibles ni que dependan de los demás.

Acertado Borges en culparse a sí mismo por no haber sido feliz. Quizá se distrajo demasiado en la rigidez del arte, en la complacencia ajena, el no pararse jamás y preguntarse qué es lo que le haría feliz. Es duro encontrarse a solas con uno mismo, hacer examen de conciencia y responder a preguntas incómodas de las que solo nosotros tenemos la respuesta. Podemos cambiar de ciudad, de país, escalar montañas, o tirarnos con paracaídas desde un avión, pero nunca podremos huir de lo que somos.


Asi que, en plena búsqueda del estado de plenitud, me quedo con la frase de esta hermosa canción cantada por dos de las mejores voces femeninas, Ana Belén y Sole Giménez, “ La felicidad “, ¿ qué puede hacernos más feliz que “ el abrigo inesperado de un abrazo”? Nada satisface más que el sentirse querido. Y ahí es donde sí tenemos algo de culpa, en la reciprocidad, en dar para recibir. Debiera practicarse más. 


miércoles, 1 de enero de 2014

LATE CORAZÓN

 “truéquese en risa mi dolor profundo, 
que haya un cadáver más…qué importa al mundo? "
Espronceda


Salvo los cumpleaños, no suelo celebrar los aniversarios. Tal vez sea, porque a medida que cumplo años, intento no sobrecargar mi memoria y empiezo a apuntarlo todo, o porque los aniversarios dejaron de ser dignos de recordar, porque evocar el pasado a veces es tan doloroso que no merece ser recordado. Sin embargo, todos los días 1 de cada mes, inevitablemente, los recordaré. Y el día de difuntos también.

Hoy hace dos meses que falleció mi padre. Sin embargo, me parece que hace mucho más tiempo que no le veo. Y temo que si no lo recuerdo todos los días, me olvide de su voz, de sus ojos, de su sonrisa. Cuando perdemos a un ser querido, de repente nos volvemos fetiches de cualquier cosa que nos lo recuerde, como si fuera posible retener en nuestros sentidos los olores o momentos que se han quedado prendidos en sus cosas, en su ropa, en su dormitorio, en sus fotos…e insanamente ( y también inconscientemente) nos rebelamos contra cualquier gesto de deshacernos de lo que era suyo, como si fuese a regresar algún día y tirar o regalar es un sacrilegio, una falta de respeto, un ansia de olvido inhumano. Todas las pertenencias de mi padre caben en una caja. Toda una vida y eso es lo que somos. Un montoncito de cosas que caben en un cajón.

Después de dos días de apenas descanso y con el alma rota, cuando regresé a su casa, aún podía olerle en su habitación, en su baño, en los muebles. Y mi madre, con una actividad frenética sobrenatural ( cada uno canaliza el dolor como puede) se deshizo de su ropa para dársela a la parroquia, del dormitorio, pinto y empapeló, para no dejar rastro de los peores momentos de nuestra vida y evocar el dolor padecido, porque lo que queda ya no somos, por mucho que nos aferremos a las cosas materiales de un ser querido. Pero… y que hacemos con el dolor y el vacío en la boca del estómago, imposibles de consolar y saciar?. Hay alguna fórmula para mitigarlo, para llenar una ausencia tan notoria que te martiriza a todas horas, que ha dejado en ti un dolor perenne aunque sonrías?.

Nos aferramos al dolor para decirnos que todo fue real, que esa persona existió, pese a que todo parece un sueño, una maraña de días en los que no has sido muy consciente de nada pero doliente de todo. De repente, tienes miedo a olvidar su mirada, su naríz torcida de un golpe cuando era pequeño, su sonrisa y carraspeo nervioso, los gritos con los que mi madre y yo dábamos un respingo en el sofá cuando veía el futbol y marcaba un gol el Atlético de Madrid, o blasmefaba con alguna de esas medidas del desgobierno de Rajoy. Curiosa es la mente, que como medida de supervivencia, disipa las imágenes que duelen para hospedarlas en un lugar remoto de tu mente, y sin embargo, tu consciente se aferra a ellas, con uñas y dientes porque no quieres olvidar aunque te duela.

Antonio Machado, describía, magníficamente esto en el poema “ Los ojos” :

I
Cuando murió su amada
pensó en hacerse viejo
en la mansión cerrada,
solo, con su memoria y el espejo
donde ella se miraba un claro día.
Como el oro en el arca del avaro,
pensó que guardaría
todo un ayer en el espejo claro.
Ya el tiempo para él no correría.

II

Mas pasado el primer aniversario,
¿Cómo eran - preguntó -, pardos o negros,
sus ojos? ¿glaucos?...¿grises?
¿Cómo eran ¡Santo Dios! que no recuerdo?

III

Salió a la calle un día
de primavera, y paseó en silencio
su doble luto, el corazón cerrado...
De una ventana en el sombrío hueco
vio unos ojos brillar. Bajó los suyos,
y siguió su camino...¡Cómo esos!

Y yo miro mi reflejo en su espejo del baño, y el colgador de su bata, y el sofá en el que me esperaba tumbado para comer, pero ya no está ni estará jamás. Probablemente ha llegado el momento de dejarle ir. Pese a esperado, aún me niego a aceptar una realidad que duele tanto, porque pudo con todo contratiempo, pronóstico, y ganó cuatro años de vida, hasta que ya no pudo más. El negarme a verlo no es más que un escudo para soportar una pérdida tan dolorosa.

Pero todo sigue. Los días tienen principio y final, el sol sale y se pone de nuevo, el mundo sigue girando, la vida transcurre para los demás que debemos seguir caminando y avanzar porque nada se detiene por ti, ni por tu ausencia, ni por el dolor.  

Hoy soñé con él. Aún consciente en el sueño que estaba muerto, me llamaba por teléfono y yo le preguntaba cómo estaba. Volví a escuchar su voz diciéndome: “ bien, estoy bien” para a continuación, tras un largo silencio, poder decirle lo mucho que le quería. De no haberme despertado, seguro que hubiera hechos suyas las palabras de Machado:

 “Late corazón… no todo se lo ha tragado la tierra”.

  Dedicado, con todo mi cariño, a mi prima Vanesa Guerra, que seguro se reconoce en este escrito y era como una hija para mi padre.