“ No me escondas el secreto de tu corazón!
¡Dímelo a mi, que soy tu amigo, sólo a mi!
Dímelo tan dulce como te sonríes,
que no lo oirán mis
oídos, sino mi corazón”.
Rabindranaz Tagore
Imaginemos,
por un momento, que nos dicen que hoy es el último día de nuestra vida. ¿ Qué
haríamos?.
Habrá
quien quiera apurar los segundos para hacer cosas un tanto variopintas, quién
decida emborracharse, los más precavidos hacer testamento o simplemente
sentarse a esperar, aunque supongo que la inmensa mayoría llamaríamos a
nuestros seres queridos para despedirnos.
Probablemente
reflexionaríamos sobre nuestra vida, evocando momentos felices y suspirando por
todo aquello que hubiéramos querido hacer y no hemos hecho, pero sobre todo, por
lo que no hemos dicho.
Siempre
hay tiempo, y esto nos sirve como excusa para callar algo que pensamos o sentimos,
siempre hay tiempo para confesarse, para abrirse, para desahogarse, para
despedirse. Y el tiempo, como si fuera algo elástico, se estira hasta que da todo
de sí y se acaba rompiendo, o más bien, agotando.
Todos
tenemos una conversación pendiente y nunca es buen momento. Nos avergüenza
decir lo que sentimos, por miedo al rechazo, al bochorno, a la burla o la mofa
del que escucha. A todos nos han roto el corazón, todos hemos querido y no nos
han querido, si bien yo creo que el sincerarse es una oportunidad, bien para
avanzar, bien para sorprendernos por la reciprocidad o para concluir algo que
no va a ningún sitio. Nos cuesta abrirnos y exponer lo que pensamos, acomodados
tras una máscara de apariencia que nos protege ante las inclemencias
sentimentales, capeando el temporal afectivo, sobreviviendo ante la adversidad
para tratar de salir indemnes de la prueba de los afectos como si eso fuera
posible salvo si no queremos a nadie ( entonces me hago otra pregunta, ¿ qué
nos ata aquí?).
Yo
también tengo conversaciones pendientes y lo peor, es que alguna no podré
concluirla jamás. Ésa es la que me mortifica cada día, la de una despedida que
nunca se produjo y que no supe muy bien cómo afrontar, salvo la de inyectar
lorazepam cada 12 horas junto con otros cócteles para evitar el sufrimiento de
a quién más quería. Tuve muchas oportunidades para tener esa conversación
pendiente, en la que me contase que tenía miedo, que noté en la inflexión de su
voz cuando nos dijeron “ hasta aquí”. Yo también lo tenía y mucho, compartía su
dolor y sufrimiento desde antes de que supiera de la gravedad de su dolencia, y
durante todo este tiempo que duró la enfermedad, mi vida fue una revolución de
miedos, angustias, sobresaltos, pruebas superadas, otras no tanto y dejé de
pensar en mi para pensar solo en él. Los silencios, aunque todo esté implícito,
son una losa que cada día pesan más, nos encierra más en nosotros mismos,
oxidando las emociones, reforzando el ostracismo y envenenando el alma. Finges
que todo va bien para no enfrentarte a un dolor insoportable, finges y haces de
tu vida una mentira porque la realidad se revela como algo insuperable.
Yo no me despedí, no lo hice porque aunque
previsible el final, no fui consciente del último día de su vida. Siempre hay tiempo, en
otro momento, ahora no tengo valor, no tengo fuerzas. Pero hay que buscar el
momento, el valor, las fuerzas, superar el miedo al ridículo, al mal trago, para
decir lo que pensamos, para que no nos quede dentro la desazón y pena de haber
perdido una oportunidad, la de sincerarnos con los demás ( ¿qué importa que se
rían, que no te correspondan, qué importa lo que piense nadie? ) y saber que
cualquier día puede ser el último. Llegaremos a tiempo. O no. En realidad, nunca
es buen momento para morirse, pero al menos, morirnos sin nada más que decir
porque ya está todo dicho.
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